La semana pasada escuché a un médico asegurar que, dentro de muy poco tiempo, el ser humano tendrá un promedio de vida de ciento cincuenta años, llegando incluso a la posibilidad de vivir hasta el bicentenario.
En principio me pareció una buena noticia. Pero al instante se me disipó la euforia. ¡Claro que me gustaría vivir doscientos años! Pero, ¿de qué manera? ¿Cómo llegaríamos física y mentalmente a esa edad?
Porque ya conocemos personas que han vivido más de cien años. Por televisión a veces muestran el cumpleaños centenario de algún abuelito y lo que uno intuye es que tal abuelo no sabe bien en qué año está viviendo ni quienes son esas personas que aplauden a su alrededor y resulta casi imposible identificar algún rasgo de lo que fue su cara.
Me parece que la medicina olvida un detalle fundamental: está bueno que vivamos más tiempo, pero lo que de verdad importa es la calidad de vida. No me interesa vivir doscientos años si me voy a pasar cien años meándome encima.
Pero, ahora que conozco esta información, pienso que quizás nos casamos o tenemos hijos cada vez más tarde porque sabemos que dentro de muy poco tiempo vamos a vivir doscientos años y no sería lógico que hayamos experimentado la mayor parte de las emociones de la vida antes de los cuarenta. ¿Qué sentido tiene quedarse pelado por el estrés de una vida agitada si todavía nos restan ciento sesenta años de vida?
Creo que en el futuro cercano los seres humanos viviremos menos apurados. Y esa idea no me disgusta. Habrá que aprender a vivir como las tortugas. Que por algo son tan longevas.
Claro que también esto puede ser problemático. Porque podemos confundir vivir menos apurados con la pereza o la dejadez. ¿Las tortugas serán lentas por una cuestión fisiológica o es que saben que tienen mucha vida por delante y, entonces, llegar rápido a la otra punta del patio les resulta irrelevante?
Esta angustia es más bien de índole personal y un poco frívola, pero ya que estamos en período de transición revisando costumbres, yo iría retirando los saludos por los días de la madre, del padre, del hijo y del espíritu santo. Todos los años la misma rutina insoportable. Sabemos que habrá un día para festejar cada puta cosa que ocurre en esta vida. Y si ya me angustio pensando en que tengo que soportarlo durante ochenta años, el hecho de que exista la posibilidad de tener que festejar el día internacional del picnic durante ciento cincuenta años me provoca pánico anticipado.
También pensé en la cantidad de nuevos problemas que se avecinan para el ser humano casi inmortal del mañana. Por ejemplo: ¿a qué edad nos jubilaríamos? Hay que empezar a conversar sobre esto. Porque yo no creo que las nuevas generaciones acepten trabajar hasta los ciento treinta años. Y qué quilombo para juntarse en navidad. En las familias donde prevalece el amor y el buen trato (que son las menos) será una gran alegría que un tatarabuelo pueda compartir las fiestas con el tataranieto. Pero no quiero ni imaginar lo que será la nochebuena para una familia acostumbrada a acumular rencores. Imagino a un bisabuelo que desliza una crítica por la cocción de la carne y eso desata una guerra de generaciones sin precedentes.
Pensándolo bien, doscientos años parece mucha vida. Quizás podamos negociar con la ciencia y vivir algunos años menos pero mejor aprovechados. Porque si no erradicamos algunas costumbres ni corregimos los problemas que arrastramos desde la edad media, tengo el temor de que la vida del futuro sea igual que la de ahora pero con el agregado de tener que soportar el tedio que significara transformarnos en zombies longevos, obligados a vivir una fastidiosa y monótona eternidad.