Me duele la cintura. Parece que es el sacro. Me salieron canas desparramadas por toda la cabeza. Tengo episodios confusos con la memoria. A veces quiero decir una palabra y no me sale. Son episodios momentáneos y muy esporádicos, pero no me pasaba nada de esto hasta hace unos años. Son los primeros síntomas del paso del tiempo.
Pero lo peor que me pasa es que me volví fatalista. Si siento un olor extraño adentro de la casa, pienso que es una pérdida de gas y en minutos vamos a explotar por el aire. Cuando tenía veinte años si sentía mal olor en mi casa pensaba que venía de afuera y seguía durmiendo. Con mis cuarenta años ya estoy entrando en una etapa de la vida en la que todo me preocupa. Y justo en esta etapa a mí se me ocurre ser padre.
Cada vez que vamos a hacer una ecografía comienzo a sufrir desde que nos subimos al auto. A Flor no le pasa lo mismo. Ella es menos tremendista. Se acuesta tranquila en la camilla y parece disfrutar el momento. Yo necesito quedarme parado cerca de la pantalla por donde veremos a nuestro hijo, a quien vamos a llamar Dante.
Cuando la ecografista se detiene en alguno de los órganos de nuestro hijo me angustio. Ahí están los pulmones dice ella y hace una pausa larga. Soy teatrero y sé que las pausas siempre quieren decir algo. Me baja la presión. La ecografista dice, “están muy bien los dos pulmones” y recién ahí respiro aliviado.
Flor tiene una aplicación en el teléfono que informa cuánto mide, en qué estado está y todo lo referente al bebé en la panza. Esta mañana revisó la aplicación y me comunicó que nuestro hijo es un durazno. Hasta la semana pasada era una cereza. Es extraña la aplicación. No sé a quién se le ocurre asociar al bebe con una fruta. No genera imágenes muy positivas y me angustio otra vez. ¿Por qué es tan solo un durazno y no un melón o una papaya?
Para mitigar un poco la ansiedad por la llegada de Dante se nos ocurrió comenzar a comprar las cosas que necesitaremos. Nunca le había prestado atención al mercado de la paternidad. Es tremendo. Un baberito que solo servirá para atajar el vómito de nuestro hijo cuesta como un vestido de seda italiano.
También me pasa que estoy empezando a notar cosas que antes me pasaban desapercibido. La semana pasada fuimos a un shopping de Rosario al que vamos con Flor desde hace años. Cuando pasamos por el baño del último piso me sorprendió ver un mostrador largo y más alto de lo habitual. Flor me explicó que es un lugar para cambiar bebés. Nunca me había percatado de que existían esos espacios que supongo nos serán muy útiles cuando madure el durazno que lleva Flor en su panza.
Pero básicamente lo que más me sucede en estos meses de dulce espera es que estoy ansioso. Faltan tres meses para que nazca mi hijo y no puedo más. Quisiera ser un personaje de una serie. Que se corte la escena y pasemos a lo importante. No puedo hacer eso en mi vida real pero sí con la escritura. Entonces decido dejar de escribir y retomar cuando nazca nuestra fruta más deseada.
Lo bueno de escribir es que aunque faltan un par de semanas para el parto en este momento en el que estoy tipeando estas letras en mi computadora, es que ahora que tipeo estas ya acaba de llegar el día. Pongo punto y aparte y lo narro.
Flor se levanta con contracciones. Pienso que me está haciendo una broma. Es 6 de Julio. Día de su cumpleaños. Y si bien está en fecha, me parece imposible que nuestro hijo nos haga realidad el chiste que venimos contando desde que supimos que existía esa posibilidad de coincidencia.
Lo primero que me sale decirle a Flor es: ¿Y qué hacemos con la torta y todo lo de tu cumpleaños en la heladera? Ella solo me mira. Por suerte decide no responder a mi estupidez. Yo tardo unos segundos en digerir mi comentario idiota y cargo todo en el auto. Partimos rumbo a Rosario. Llegamos al sanatorio. Lo cuento como si todo el trayecto lo hubiese vivido como un simple trámite. Pero fue un caos de emociones en mi interior. Cien kilómetros de angustia y felicidad. Es cursi lo que escribo pero es la verdad.
Y me voy a poner más cursi porque escucho llorar por primera vez a mi hijo.
Cuando lo tengo en brazos pienso que no respira. La enfermera me tranquiliza. Me explica que es recién nacido y aveces puede pasar que uno se confunda. Me siento un inútil. Dante me mira y parece que sonríe. A partir de este instante sé que ahora seré yo uno de esos padres embobados con sus hijos que generan momentos incómodos. Pero no me importa. Con tal de que este hombrecito inquieto que tengo en mis manos siga sonriendo, me importa un carajo ser cursi por el resto de mi vida.
Dante cumple dos meses…
Nunca pensé que la alegría se reduciría a la acción de entrar a casa y que Flor me comunique que nuestro hijo pudo hacer caca. Por detrás quedaron mis alegrías deportivas. Mis satisfacciones dramatúrgicas. Nada se compara con comprobar que mi hijo fue de cuerpo después de cuatro días sin poder cagar.
Dante ya tiene seis meses…
Que cruel y bipolar es la velocidad del tiempo. A veces es un tedio interminable. Y otras un corredor Jamaiquino.
Dante se duerme una siesta después de hacerme agachar por toda la casa. Me duele el sacro más que nunca, pero el alivio de que se quede dormido aminora el dolor. Ver sonreír a tu hijo. Saber que está bien. Poder parar un poco la cabeza. No enroscarse con conversaciones que no llevan a ningún lado. Dedicarle más tiempo a las cosas que realmente te importan. Esos son los momentos que te hacen bien después de los cuarenta. La felicidad, cuando ya viviste la mitad de tu vida, se parece más a un estado de calma que a una exitación alocada.
Dante cumple un año…
Le cantamos el feliz cumpleaños y él aplaude contento. Me quedo un rato mirándolo. No puedo creer que esté tan grande y otra vez me surge la angustia. Me asusta que mi hijo cumpla un año. Me asusta saber que algún día no voy a estar para él. Me asusta tanto lo rápido que llegó el futuro, que ya extraño el presente.