Mamá

Tengo seis años y acabo de golpear mi cabeza contra una silla por no hacerte caso. Por jugar a la pelota en la sala grande.“No juegues con la pelota adentro de la casa, Matías”. ¿Cuántas veces me lo repetiste? Empiezo a llorar fuerte porque me toco la cara y veo sangre. Vos venís corriendo y me cubrís la cabeza con una toalla. Me llevás hasta lo de Carlitos. El padre de un amigo que es médico. Yo sigo llorando porque me duele pero también porque vos me retás. Aunque no es el mismo reto de siempre. Ese que suelo escuchar cuando hago una macana o me olvido de hacer la tarea. Esta vez me retás asustada. Porque sangro mucho y porque el corte fue muy cerca del ojo. Y eso vas repitiendo nerviosa durante todo el trayecto hasta lo de Carlitos. ¡Casi en el ojo, Matías! ¡Casi en el ojo!
Carlitos cose la herida. Ya no sangra. Ya no duele. Vos te calmás. Pasa el susto. Nunca más voy a jugar a la pelota en la sala grande. Te lo prometo. Pero no lo cumplo. Y a vos también se te olvida la promesa. Y pasan los años. Y yo sigo jugando, feliz. Y vos siempre cerca. Cuidándome. Queriéndome.
Pero, de repente, y no sé cómo pasó todo tan rápido, tengo cuarenta años y me despierto sobresaltado a las tres de la mañana. Voy corriendo a tu habitación y ahora soy yo quien te reta. No te reto solo porque te estas arrancando la vía que conecta al suero y no voy a saber colocártela de nuevo. Te reto porque me asusto. Te reto para descargarme. Te reto porque me da impotencia saber que esta vez no voy a poder ayudarte. Que no habrá ningún padre de un amigo que pueda coserte la herida.
Son tus últimas horas, tus últimos días. Me doy cuenta de eso antes de que lo confirme el médico en el sanatorio. Pero no me sirve de nada tener esa certeza. Porque sé que no me va a calmar ningún tipo de despedida. Entonces me pongo a leer y escuchar los mensajes que nos mandábamos. Voy para atrás en el tiempo y vuelvo hasta los últimos mensajes. Lo hago porque sí. Porque no sé qué hacer. Porque no sé dónde poner esta angustia que siento. Porque no hay tutorial para un momento así. Porque me parece más humano escuchar tu voz y recordar momentos que eso que hicimos hasta hace un rato —velorio, iglesia, cementerio—, que de ninguna manera representa una despedida. Tan solo es ritual vacío. Teatro malo. Sobreactuación. Por eso prefiero seguir escuchando tus preguntas. Tus “¿dónde andas, Mati?”. Mis “te paso a buscar para ir al bar”.
Y mientras sigo revisando nuestros mensajes, así, en estado de zombie, llego a los mensajes de tu anterior internación. Cuando todavía había esperanzas. Y escucho tu voz entrecortada, casi pidiéndome perdón. Te angustia que tengamos que cuidarte. Y se me hace un nudo en el estómago. Porque escucho mi respuesta a tu mensaje y siento que podría haberte dicho algo mejor. Algo más alentador.
Pero después escucho el siguiente audio que me mandaste y escucho tu risa antes de decir “Tengo el título para tu nueva obra de teatro: Cuando tu mamá se convierte en tu hija”. Y te reís. Te reís con más ganas por tu ocurrencia. Te reís con esta risa de relincho que te sale cuando te reís de verdad. Te reís aunque te duela todo por dentro. Te reís porque comprendés que todo en esta vida es un disparate. Y yo también me río. Me río en el mensaje que responde al tuyo de aquel momento. Y me río ahora que lo escucho otra vez. Me río porque me hace bien escuchar tu risa. Me río porque al final la vida no es mucho más que eso. Una risa. Un vínculo. Extrañarse. Volverse a encontrar.
Creo que en aquel momento los dos nos reímos porque entendimos que aunque casi nada en la vida tiene demasiado sentido, siempre nos queda el consuelo de reírnos y acompañarnos hasta el final.