—Tío Mati, vamos a jugar a las pelotas —me dijo mi sobrino Salvador y nos fuimos para el patio.
La primera vez que jugamos a las pelotas era un juego muy simple. Salvador me pedía que lanzara la pelota amarilla bieeeennn alto y yo hacía caso un par de veces. Lanzaba la pelota hacia el techo y la atajaba antes de que cayera al suelo. Cada tanto, cuando notaba que mi sobrino comenzaba a aburrirse de la rutina, fingía no llegar a atajarla o quedarme sin fuerzas y apenas elevar la pelota amarilla unos centímetros.
Pero una tarde se me ocurrió hacer una variación en el juego.
Cuando Salvador me alcanzó la pelota amarilla, yo escondí una pelota roja en mi espalda. Decidí probar un truco de magia bastante trucho.
Aprovechando que Salvador miraba hacia el cielo cuando la pelota volaba por el aire, tiré la pelota amarilla arriba del techo en caída y arrojé una pelota roja al mismo tiempo, pero para otro costado, y lo incitaba a mi sobrino para que mirara en la dirección en la que caería la pelota de color diferente a la rutinaria amarilla. Entonces, Salvador me veía lanzar la pelota amarilla al techo, pero después veía caer una pelota roja.
La primera vez que realice el truco, Salvador agarró la pelota roja y me miró sorprendido. Yo dije: “Magia” y él dijo: “Otra vez tío Mati”.
Seguí con el truco un rato más. La pelota amarilla era enviada hacia el techo pero caían pelotas de colores diferentes. Era hermoso ver la expresión de asombro de mi sobrino ante cada cambio de color en las pelotas.
Que linda es la vida cuando la pelota cambia de color y nos sacude la monotonía.
Cuando mirás un partido de futbol aburrido, los veintidós tipos corren detrás de una pelota amarilla, pero de repente un jugador hace una gambeta inesperada, se saca a un par de jugadores de encima y envía la pelota roja dentro del arco.
Cuando una obra de teatro te hace olvidar por un rato que existe un después amarillo.
Cuando prendes la radio en el auto, volviendo de un día de trabajo complicado, y justo enganchas una canción que hacía tiempo no escuchabas.
Cuando un niño te tiene a mal traer todo el día con sus pedidos, no das más de tanto trajín, tenés ganas de sentarlo en una silla y que no moleste más, pero en un momento te mira con los ojos entusiasmados y te dice: “Vamos a jugar a las pelotas tío Mati”, y vos entendés que el cansancio desaparece si se renueva la ilusión.
No importa que hoy parezca un día de pelotas amarillas. Uno sabe que en cualquier momento van a caer de otro color. Lo importante es no perder la capacidad de asombro.