Marquitos no paraba de hablar.
Desde el primer día que el jefe lo puso a trabajar conmigo para que me acompañara con las comisiones, hasta aquella trágica mañana, la voz y las palabras de Marcos retumbaron por toda la combi.
Hablaba de política, deportes, últimas noticias y chimentos. Hablaba sobre religión, música, cine, teatro, hablaba sobre sus cosas. Hablaba… Hablaba… Hablaba… Desde las siete de la mañana, hora en que lo pasaba a buscar, hasta las siete de la tarde cuando lo dejaba en su casa. Incluso cuando bajaba de la combi me hacía bajar la ventanilla para contarme alguna otra cosita que se había olvidado.
Era un buen tipo, eso sí. Rubén, el jefe, me lo había advertido.
Me dijo que era un tipo confiable pero muy conversador. Y a mí me saca de quicio la gente que no para de hablar, sobre todo cuando estoy manejando, o cuando recién me levanto. Y Marquitos, a la mañana, apenas se subía a la traffic, comenzaba con el cotorreo.
Es más, a veces cuando lo pasaba a buscar me empezaba a hablar desde el balcón de su departamento. Vivía en el cuarto piso de un edificio muy antiguo y descuidado. El mal estado del edificio quedaba más en evidencia porque a los costados habían construido dos edificios nuevos, modernos, altísimos. El edificio donde vivía Marquitos parecía un hermanito menor al lado de esas dos torres imponentes.
Ojo que era un pibe interesante para entablar una conversación. Estaba siempre súper informado. A veces hasta me hacía reír con sus ocurrencias. El problema era que no se callaba nunca, ni por un minuto. Después de un rato se volvía muy denso.
Cuando digo que no se callaba ni por un minuto, lo digo literalmente, no estoy exagerando, yo le tomaba el tiempo. Cuando hacía una pausa y dejaba de hablar, yo miraba mi reloj y no pasaban más de treinta segundos para que empezara otra vez con su monólogo.
Las primeras semanas que estuvimos juntos repartiendo comisiones, yo intenté hacerle notar que hinchaba las pelotas con su parloteo constante. Como no quería decírselo de una manera tan directa, intentaba hacérselo notar con algunas señales de fastidio. Por ejemplo, bufando un poco, prendiendo la radio, poniéndola fuerte, más fuerte, y más fuerte. Pero no había caso.
—Escuchá, escuchá esta canción —le decía, intentando que dejara de hablar al menos hasta que terminara el tema.
—¡Sí, es buenísima! A mí me encanta Spinetta, creo que es de “Invisible… Sí, sí, es de “Invisible”… Qué grosso era el flaco, yo tengo toda su discografía… Qué disco “Artaud”, no sé si lo escuchaste… Yo a veces me preparo un whisky a la noche y pongo ése álbum… ¡Bah! En realidad cualquiera del flaco, porque tenía una manera de componer que era muy suya, muy particular…
No había caso. Empezaba a hablar y chau canción. Arrancaba en este caso con Spinetta y terminaba comentando las películas de Woody Allen o todo lo referente al último expulsado de algún reality show.
Para colmo, Marquitos era medio sordo. Cuando era chico había tenido un accidente con una bomba de estruendo que le explotó cerca de una oreja y no escuchaba bien. ¿Viste que cuando escuchás música con auriculares elevás la voz? Bueno, así hablaba Marquitos.
Y te tocaba, eso era otra cosa que me ponía loco. Cuando hablaba, te tocaba con la mano en el codo. Yo tengo un amigo que tiene la misma costumbre, la de tocarte mientras te habla. Por eso cuando nos sentamos en una mesa yo me ubico lo suficientemente lejos de él, para que no me toque. Pero con Marquitos era imposible, adentro de la traffic no me podía escapar.
Sin embargo la máxima, la que me hacía poner los pelos de punta, era cuando viajábamos a hacer comisiones a otra ciudad. Porque a veces, en esos viajes tan largos, Marquitos venía hablando y de repente se quedaba dormido. Roncaba para colmo. Y en un momento se despertaba de golpe y seguía desde donde había dejado de hablar, como si nada, era algo de no creer. Yo masticaba bronca porque me hacía pegar flor de julepe. De pronto y sin aviso, luego de un rato de agradable silencio, Marquitos abría los ojos y empezaba a hablar, todo al mismo tiempo.
Justamente, un lunes a la mañana, cuando viajábamos a una de esas ciudades, yo estaba de muy mal humor y Marquitos estaba con su perorata peor que nunca, se atragantaba con las palabras. Me quería contar lo que le había pasado con una mujer el sábado a la salida de un boliche; pero, como siempre, me contaba con lujo de detalles todo lo que había hecho desde que se levantó el sábado: que se lavó los dientes, se preparó un café pero no comió porque no tenía hambre. Después se fue a almorzar de su abuela. Me contó lo que se charló en la mesa y así siguió, con esa manía irritante de narrarte todo, hasta la pelotudez más insignificante. Calculé que lo interesante, lo que en realidad me quería contar, lo de la mujer, al paso que iba, llegaría casi al final del día. Y comencé a exasperarme. Sentí que estaba como un volcán a punto de estallar de la bronca acumulada por todo el tiempo que venía soportando sus charlas infinitas. Y… ¡Exploté! De otra manera no podría haber hecho lo que hice. Clavé los frenos en plena autopista y tiré el freno de mano. La traffic hizo un par de trompos y quedamos de costado, en medio de la ruta. Entonces le grité, totalmente desencajado:
—¡Marcos! ¡La concha de tu madre! ¿Te podés callar un rato?
Marquitos se puso pálido. Casi se desmaya del susto. Quedó con la boca abierta y miraba horrorizado cómo los otros autos nos esquivaban por la banquina. Fue una inconsciencia, lo admito, pero después de ese día Marquitos estuvo más atento a mis gestos. Cuando veía que empezaba a fastidiarme dejaba de hablar y me daba un respiro.
Un día, cuando ya habíamos terminado de repartir todas las comisiones, Rubén nos llamó, preocupado.
Resulta que uno de los clientes al que le habíamos entregado un paquete esa misma mañana, reclamaba que no estaba todo lo esperado en su interior y, para colmo, este cliente era el Tano Branchetti, un ex funcionario del gobierno provincial involucrado en cuanto negocio ilegal existiese.
Rubén nos informó que debíamos ir cuanto antes para aclarar el asunto, pero le sugerí que lo mejor era que fuese yo solo. Le dije que no hacía falta que fuera Marquitos, teniendo en cuenta que a las personas como el Tano no les gusta la gente que habla demasiado. Pero mi jefe no me hizo caso. Me dijo que si habíamos ido los dos a hacer la comisión debíamos ir los dos ahora para aclarar el tema. Así que allá fuimos hasta lo del Tano, Marquitos y yo.
Nos recibieron dos tipos grandotes, los mismos a los que les habíamos entregado el paquete esa mañana. Nos hicieron pasar a una de las habitaciones y dijeron que esperásemos.
—Enseguida viene el Tano —nos dijo uno de ellos y se fueron, dejándonos solos.
Yo aproveché ese instante a solas con Marquitos para repetirle lo que le había dicho durante todo el trayecto.
—Marquitos, ni una palabra, dejame hablar a mí, vos sabés cómo son estos tipos, no les gusta la gente que habla mucho.
—Sí, ya sé, ya me lo dijiste, tranquilo, si no hicimos nada.
Era verdad. No habíamos hecho nada, y estaba seguro que Rubén tampoco había abierto ni sacado nada del paquete, porque él conocía tanto como yo al Tano y sabía que con él no se jodía.
—Che, esta habitación se parece a la de Don Corleone en “El padrino” ¡Qué buena película! ¿La viste? A mí la dos no me gustó mucho pero…
—¡Qué te dije, boludo! ¡No empecés! ¡Callate la boca!
En eso entra el Tano, seguido por los tipos que nos habían recibido. El Tano es un hombre de unos setenta años, bajito y algo encorvado al que, a pesar de los achaques de los años, se le nota en su forma de caminar y sobre todo en su mirada, la seguridad arrogante de las personas poderosas y que se saben intocables. Se sentó en su sillón y los dos tipos se quedaron parados uno de cada lado. Estaba visiblemente enojado, el Tano. Mientras abría algunos cajones de su escritorio, sin mirarnos y sin siquiera saludarnos nos dijo:
—La voy a hacer corta. El paquete que me trajeron esta mañana estaba incompleto. Así que se los voy a preguntar una sola vez, y les aconsejo que piensen bien lo que van a responder — hizo una pausa y después nos miró—. ¿Dónde está lo que falta?
Me apuré a contestar, antes de que Marquitos me ganara de mano y empezara a despacharse.
—Disculpe, señor pero no abrimos el paquete. Se lo entregamos a uno de sus empleados tal cual nos había sido entregado a nosotros.
—¿Y a vos quién te lo dio?
Supe que tenía que ser breve y muy convincente. Así que le dije, mirándolo a los ojos.
—Mi jefe. Nosotros nunca abrimos los paquetes de una comisión, es la regla principal para mantener la confianza de nuestros clientes.
Se quedó un rato mirándome. Después se dio vuelta en su silla giratoria y se quedó de espaldas a nosotros. En ese momento yo estaba tranquilo porque estaba seguro de que el Tano me había creído. Pero el silencio que se había instalado empezó a ponerme nervioso. Nervioso por Marquitos, digo, porque no sabía cuánto tiempo más iba a aguantar quedarse callado.
De repente el Tano se da vuelta, lo mira a Marquitos y le pregunta:
—¿Y vos, qué tenés para decir?
—El sólo me acompaña —me apuré a contestar para que no lo haga Marquitos—, el que está a cargo de las comisiones…
—Le estoy preguntando a él —me interrumpió el Tano, sin dejar de mirar a Marquitos—. Hablá, qué tenés para decir.
Marquitos me mira, amaga a hablar pero no dice nada. Una vez que le piden hablar, que es necesario que hable, el pelotudo se queda callado. El Tano se paró y golpeó el escritorio enfurecido.
—¡Hablá, carajo! ¿O sos mudo? ¡Hablá!
Y Marquitos le hizo caso.
Habló… Habló… Y habló… Una vez que arrancó no paró más. Empezó contándole lo que hacía conmigo, y siguió hablando sobre cualquier cosa, como hacía siempre. El Tano se sentó y mientras Marquitos seguía con el monólogo, cada tanto miraba a sus guardaespaldas. Yo sudaba de los nervios, quería decir algo, porque a medida que pasaban los minutos la situación se ponía más tensa y yo temía que el Tano pensara que Marquitos no paraba de hablar por nerviosismo. Quería explicarles que él era siempre así. De repente, la desesperación me invadió por completo cuando Marquitos le preguntó por el contenido del paquete. Pensé que nos mataban ahí mismo. Me di cuenta que era necesario hacer algo rápido, me levanté, lo agarré del brazo a Marquitos y le dije al Tano:
—Lo siento, ya le dijimos que nosotros sólo hicimos nuestro trabajo. Buenas tardes.
Cuando intentamos atravesar la puerta, uno de los grandotes se nos puso adelante y miró al Tano. En realidad Marquitos y yo también lo miramos. Era el momento crucial. Después de unos segundos el Tano asintió con la cabeza y el grandote nos dejó pasar. Nos subimos a la traffic y nos fuimos.
Esa noche casi no pude dormir. Rubén me llamó para preguntarme qué había pasado y le conté. Me dijo que no me preocupara, que si nos dejaron ir era porque nos habían creído, pero yo no estaba muy seguro. La cara del Tano, mientras Marquitos hablaba, me tenía preocupado. Y al otro día se confirmó mi preocupación.
Ni bien me levanté tenía varias llamadas perdidas de Rubén. Preparé un café, prendí el televisor; y cuando estaba a punto de llamar a mi jefe, una imagen en el noticiero captó mi atención. Me resultaba familiar ese edificio diminuto con las dos torres enormes a los costados. Levanté el volumen del televisor y me di cuenta que era el edificio donde vivía Marquitos. Había mucha gente amontonada en la calle y el periodista informaba sobre una desgracia producida hacía unos instantes.
De repente quedé espantado. El periodista le preguntaba a un policía por lo sucedido. Me espanté primero al comprobar que el policía era uno de los guardaespaldas del Tano y después al comprobar el nombre del fallecido: Marcos Pereyra.
—¿Qué fue lo que pasó, oficial? —preguntó el periodista.
—Se cayó —dijo el policía y guardaespaldas del Tano—. Fue un accidente. El hombre estaba en el balcón, se resbaló y cayó. Una desgracia.
No lo podía creer. Pensé en llamar a Rubén pero ya no tenía sentido.
Miré un rato más las imágenes y después apagué el televisor. Yo sabía que tendría que haber ido solo del Tano. Se lo dije a Rubén, a estos tipos no le gusta la gente que habla mucho, lo toman como una incriminación. Marquitos no se cayó. Marquitos no se callaba nunca… A Marquitos lo callaron.