Señales

“Esperaba que llegaras, esperé toda mi vida por alguien como vos”.
Fue lo primero que te dije aquella tarde. Lo recuerdo perfectamente. ¿Cómo olvidarlo? Si fue la primera señal que me dio tu rostro como para percibir que había arrancado bien. Esa frase me daba la posibilidad de sentarme en tu mesa para intentar convencerte de que no era uno más entre tantos que pretendían seducirte. Entonces, y para que corroboraras que no te habías equivocado al dejarme sentar frente a vos, empecé a hablar de la trova Rosarina. Tu cara de asombro no me sorprendió. Para ser sincero, no arranqué porque sí con ese tema. Vos acusaste el impacto, te gustó que empezara hablándote sobre tus músicos favoritos, y el hecho de que me dejaras contarte la historia de los músicos, no hizo más que confirmar mi sospecha de que yo te despertaba interés, dado que vos conocías mucho mejor que yo las andanzas de los rosarinos. Sin embargo te limitaste a escuchar y acotabas algo muy de vez en cuando. Pero reitero que no fue casualidad que yo empezara a hablar de Fito, Abonizio, Baglietto y compañía, porque yo ya sabía que a vos te gustaban. Porque te conocía de antes, de mucho antes de esa tarde. Para ser más preciso, desde una noche que quedé deslumbrado al escucharte cantar en un bar, interpretando las canciones de la trova maravillosamente bien. Recuerdo en especial que la frase “las cosas tienen movimiento” sonaba hermosa en tu voz. De ahí en adelante no pude dejar de ir al bar todos los jueves, para escucharte.
Con esto que te cuento, podés apreciar que no mentí aquella tarde en el bar cuando te dije que soy un poco tímido. Vos no me creías porque me mostré resuelto y seguro. Claro, no sabías la cantidad de veces que intenté un acercamiento. Muchas noches, después de escucharte cantar, busqué valor para intentar un saludo, pero nunca lo logré y no me diste tiempo para juntar fuerzas y superar la timidez. Porque un jueves desapareciste y en tu lugar cantaba canciones de Sabina un flaco sombrío.
Esa noche mi desesperación se transformó en tristeza, cuando el dueño del bar me dijo que no cantarías más ahí. Le pregunté si sabía dónde vivías y dijo que lo único que tenía era tu teléfono. Cuando me estaba dando tu número le dije que era para buscar una buena cantante y le estaba diciendo la verdad. Desde la primera vez que te escuché cantar imaginé que sería hermoso acompañarte con mi piano y cantar a dúo una canción. Claro que el verdadero motivo de mi búsqueda era que estaba loco por vos.
Pero tampoco me animé a llamarte, por eso, esa tarde ni bien te vi llegar al bar, decidí que no podía dejar pasar esta nueva oportunidad. Sentí que era una señal que me daba el destino al hacer que aparezcas en ese momento, en el mismo bar al que yo concurría habitualmente.
Mientras te contaba la historia de cómo arribaron a Buenos Aires los muchachos de la trova, me acuerdo que fuiste vos la que llamó al mozo para pedirle que traiga otro vaso. Y esa fue otra clara señal. Tu invitación a que compartamos la cerveza, pero también incitándome a que siguiera con mi seducción.
Te confieso que me costó bastante ocultar mi alegría, como también debo decirte que me tranquilizó el hecho de que, al menos, tenía tiempo hasta que termináramos la cerveza para intentar convencerte de que estábamos hechos para estar juntos.
Esa tarde pude comprobar lo divertida que eras con unas copas de más.
Con la segunda cerveza empezaste a hablar de las canciones de Enrique Iglesias y, la verdad, me convenciste de que hablabas en serio cuando lo halagabas. Ojo, esto no quiere decir que cuando cantabas o hablabas con el público eras aburrida, pero no te mostrabas tan ocurrente. Además, si mal no recuerdo, durante el show bebías solamente agua mineral.
Cuando estábamos abocados a la tarea de terminar la tercera cerveza, me preguntaste a qué me dedicaba y yo te respondí que lo único que sabía hacer era invitar a una mujer como vos al cine. Volviste a sonreír casi con esa mezcla de vergüenza y picardía tan tuya, esa misma sonrisa pudorosa que mostrabas cuando alguien te gritaba una grosería mientras cantabas. Después, cuando yo te pregunté a qué te dedicabas vos, me respondiste: “Me dedico a aceptar las invitaciones al cine”. Los dos reímos con ganas.
La siguiente señal de que yo te gustaba apareció cuando comentaste que era la primera vez que faltabas a tu clase de canto y era por lo bien que la estabas pasando conmigo. Te pedí perdón por distraerte y hacerte faltar a tu clase, pero aclarando que si pudiese volver el tiempo atrás, igualmente lo volvería a hacer.
Vos respondiste: “Sería un placer volver a distraerme”.
Nuestras risas confirmaban lo que había intuido desde la primera vez que te vi. Éramos el uno para el otro.
Te confieso que varias veces estuve tentado a confesar sobre las noches en que te observaba mientras cantabas en el bar, pero contuve semejante entusiasmo. Pensé que lo mejor era decírtelo más adelante, en algún futuro encuentro. Porque eso sí, estaba seguro que lo íbamos a tener.
Ni recuerdo en cuál número de cerveza andábamos cuando dijiste que te tenías que ir. Pero sí recuerdo de manera perfecta tu expresión al pedirme que te llamara para ir juntos al cine. Ese sería nuestro segundo encuentro: ver una película que yo debía elegir. Y aclaraste, con otra de tus sonrisas pícaras, que según mi elección sacarías conclusiones sobre qué clase de hombre era.
Te agradecí, bromeando, que me alertaras sobre esa particularidad, porque yo había pensado invitarte a ver una película pornográfica. Me sonrojé cuando después de reírte por la humorada respondiste, con expresión seria, que estabas segura que elegiría la película adecuada porque yo era el hombre adecuado para vos.
En ese mismo momento dejé de interpretar las señales. Nos besamos con la mesa de por medio. Fue tan intenso ese beso que ni nos importó el hecho de que al acercar nuestras caras para besarnos en los labios, cayeran al piso los vasos de cerveza.
Ni siquiera nos dimos cuenta cuando vino el mozo a juntar los vidrios de los vasos rotos.
Estábamos compenetrados, fascinados, en nuestra propia película. Al separarnos te pusiste el abrigo y me pediste que anotara el número de tu celular. Saqué mi celular y fingí anotar el número porque, como te imaginarás por lo que te estoy contando, ya lo tenía. Aunque debo confesarte que cuando ya en la puerta del bar dijiste sonriendo, “me encanta cómo tocás el piano”, supe que había sido engañado, maravillosamente engañado, porque vos también me conocías, también me habías visto tocar el piano en algún bar. Los dos jugamos el mismo juego sin saberlo. Los dos fingimos actuar la misma escena del encuentro casual.
Y sería hermoso volver el tiempo atrás para evitar el robo de mi celular que sufrí esa misma tarde, o para caminar hacia mi casa por otra calle, y así conservar todavía tu número de teléfono. Porque volví al bar donde te veía cantar a escondidas, así el dueño me daba tu número otra vez, pero había cerrado y nadie del lugar sabía dónde encontrarlo. O si hubieses aparecido alguna vez en todos estos meses, porque diariamente te estoy esperando, sentado en la misma mesa del mismo bar, en el que fingimos vernos por primera vez.